El crecimiento normal de la Iglesia
Howard A. Snyder
La comunidad del pueblo de Dios crece al traer personas a la fe en Jesucristo y al incorporar a estos nuevos discípulos en el cuerpo de creyentes. Éste deber ser el patrón normal de crecimiento de la Iglesia. Hay varios aspectos de ese proceso de crecimiento que necesitan ser discutidos.
Crecimiento normal significa crecimiento que se ajusta a la norma del evangelio. Por normal no quiero decir ni promedio ni habitual. Más bien, me refiero al crecimiento que resulta cuando la Iglesia se adhiere a la norma bíblica para su vida, estructura y testimonio. Ésta es la única norma que cuenta y el único criterio válido.
Hay algo espontáneo en el crecimiento genuino de la Iglesia. El crecimiento normal no depende de programas o técnicas efectivas, aunque la planificación tiene su lugar. Más bien, el crecimiento es la consecuencia normal de la vida espiritual. Lo que tiene vida crece. El crecimiento normal de la Iglesia es espontáneo en el sentido de que la naturaleza de la Iglesia es crecer, espiritualmente, numéricamente y en su impacto cultural.
Como el de Jesús, su crecimiento debe ser “en sabiduría y estatura y en favor para con Dios y los hombres” (Lc.2:52). Roland Allen tenía razón al hablar de “la expansión espontánea de la Iglesia”. El crecimiento de la Iglesia no es cuestión de traer a ella lo que es necesario para que crezca, porque si Cristo está ahí, las semillas del crecimiento están presentes ya. Más bien, es cuestión de remover los obstáculos que existen para ese crecimiento. La Iglesia crecerá naturalmente si no está limitada por barreras no bíblicas.
¿Cuáles son algunas de estas barreras? Potencialmente existen muchas: falta de unidad espiritual, inmoralidad y doctrina falsa son algunas de las que vienen a mi mente al pensar en la iglesia del Nuevo Testamento.
Otros dos obstáculos que se relacionan especialmente con su naturaleza y estructura son las tradiciones antibíblicas y las estructuras institucionales rígidas. Éstos eran dos de los factores que se encontraban presentes en el judaísmo y que requerían la formación de una iglesia distinta del judaísmo, cuando Cristo viniera.
Hablando a los escribas y fariseos, Jesús dijo: “Ustedes invalidan la palabra de Dios por causa de su tradición” (Mt.15:6). En otra ocasión Él dijo: “El vino nuevo tiene que ser echado en odres nuevos” (Lc. 5:38). En ambas ocasiones Él se estaba refiriendo a las tradiciones y estructuras que se habían formado en el judaísmo y que estaban realmente sofocando la obra de Dios.
Lo mismo ha sucedido tantas veces en la historia de la Iglesia. Tradiciones y estructuras no bíblicas han limitado su crecimiento hasta no ser corregidas o (más a menudo) destruidas, de la misma manera que el vino nuevo rompe y destruye los odres viejos.
El ciclo de vida del crecimiento de la Iglesia
Hay un patrón de crecimiento de la Iglesia. El crecimiento varía de un lugar a otro y de una época a otra; no obstante, hay ciertos patrones que emergen consistentemente.
El Espíritu Santo produce el crecimiento de la Iglesia; es él quien acerca a los hombres a Cristo. Examinando el Nuevo Testamento y la historia de la Iglesia, podemos percibir algunas de las formas en que el Espíritu obra para producir tal crecimiento. Deseo enfatizar en particular cuatro factores que son componentes esenciales de crecimiento y que están cimentados en la naturaleza bíblica básica de la Iglesia.
Donald McGavran y otros han señalado correctamente la importancia de los factores externos: influencias políticas, religiosas, ideológicas, socioeconómicas y de otro tipo, que determinan la receptividad de un pueblo. Éstas necesitan ser tomadas en consideración también, pero no se relacionan directamente con la naturaleza misma de la Iglesia.
Estos cuatro factores constituyen el ciclo de la vida de la Iglesia conforme crece y se reproduce. Ellos son (1) proclamación de las buenas nuevas, (2) multiplicación de las congregaciones, (3) edificación de la comunidad cristiana y (4) ejercicio de los dones espirituales.
1. Proclamación de las buenas nuevas. El mandato de la proclamación es central en el plan cósmico de Dios, ya que este plan se centra en lo que Dios está haciendo por el hombre. Se relaciona con la redención que trae salvación eterna y edifica a la Iglesia.
La Iglesia después de Pentecostés evangelizó inconteniblemente. El gran interés y fuerza motora de la iglesia primitiva era comunicar las buenas nuevas acerca de Jesús y de la resurrección, dando testimonio de lo que habían visto, oído y experimentado. El impulso evangelístico es inherente al evangelio y a la experiencia de conversión y nuevo nacimiento por el Espíritu.
La tarea evangelística de la iglesia es proclamar las buenas nuevas de salvación en Jesucristo por todo el mundo, hacer discípulos y edificar la Iglesia (Mt. 28:19 20; Mr. 16:15). Por lo tanto, la evangelización debe ser siempre la prioridad en el ministerio de la Iglesia en el mundo.
2. Multiplicación de las congregaciones cristianas. Sin embargo, la proclamación evangelística no es un fin en sí misma. Debe apuntar más allá de la propia proclamación, a la formación de discípulos. No es el mero crecimiento numérico sino la multiplicación de las iglesias locales lo que constituye la prueba de una iglesia saludable, en crecimiento.
El ideal bíblico no es introducir una multitud de nuevos cristianos que viven vidas desvinculadas, separadas, ni expander las iglesias locales existentes hasta que su membresía llegue a ser de miles. El patrón bíblico es formar nuevos conversos que se integren a las congregaciones locales y multiplicar el número de congregaciones al añadir nuevos conversos.
El ministerio de Pablo y de otros evangelistas del Nuevo Testamento fue un ministerio de multiplicación de iglesias. Los conversos en muchas ciudades rápidamente llegaron a ser miles; y sin embargo, por casi doscientos años no se erigieron edificios para las iglesias. El crecimiento en esas condiciones puede ser explicado solamente en términos de una multiplicación de pequeñas congregaciones. No es sorprendente, por lo tanto, que el Nuevo Testamento a menudo se refiera a “la iglesia en tu (o su) casa” (Ro. 16:5; 1 Co.16:19; Col.4:15; Flm. 2).
Recientemente un pastor dijo: “Estoy convencido de que la iglesia local puede transformarse en una gran institución”. Eso es cierto, pero es un enfoque equivocado. Se cae demasiado fácilmente en la tendencia a edificar grandes congregaciones locales con el inevitable institucionalismo, burocracia y énfasis en edificios que la acompañan. La sutil tentación de imitar los modelos institucionales seculares como el gobierno, la industria y la universidad llega a ser abrumadora y la iglesia cae en el institucionalismo con la rigidez, impersonalidad y jerarquía que son parte del paquete.
El crecimiento normal se da a través de la división de las células, no a través de la expansión ilimitada de la células que ya existen. El crecimiento de las células individuales sin que haya división es patológico más allá de un cierto punto. Los estudios sobre crecimiento de la Iglesia verifican que “sólo cuando el número de iglesias se multiplica, crece la proporción que los cristianos representan de la población total” en una sociedad determinada.
El tamaño óptimo de una congregación local variará, por supuesto, de acuerdo con factores culturales y no se puede establecer ningún límite arbitrario. La investigación sobre crecimiento de la Iglesia parece sugerir, sin embargo, que una vez que una congregación ha crecido hasta tener unos cuantos cientos de miembros, la tasa de crecimiento bajará a menos que se formen nuevas congregaciones que sean ramas de la principal, a través del crecimiento por multiplicación. Cuando se han encontrado excepciones notables a este patrón, un examen más cuidadoso generalmente ha revelado que la “congregación” local con miles de miembros, en realidad es toda una red de “subcongregaciones” más pequeñas en la que, como patrón normal, está teniendo lugar el crecimiento por multiplicación.
El crecimiento viene a través de la multiplicación de congregaciones de creyentes, no necesariamente a través de la multiplicación de los edificios de la iglesia o de las estructuras institucionales. Si la Iglesia pudiera crecer solamente con la rapidez con que los edificios son construidos o los pastores académicamente preparados, o los presupuestos aumentados, entonces el crecimiento estaría limitado por los recursos disponibles para estos propósitos. Es sorprendente que la iglesia primitiva no estuviera limitada por estos factores. Y éstos no son los verdaderos obstáculos al crecimiento de la Iglesia el día de hoy.
3. Edificación de la comunidad cristiana. Incluso la multiplicación de las congregaciones cristianas no es la meta final, sin embargo. La multiplicación debe llevar a la edificación de la comunidad cristiana en cada caso particular, ya que la voluntad de Dios es que “todos alcancemos la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios” (Ef. 4:13). Esto es el discipulado.
La evangelización requiere de la existencia de una comunidad testificadora y el crecimiento de la Iglesia ha de convertirse en un proceso continuo. La proclamación efectiva presupone la exigencia de una comunidad de creyentes que son los que hacen la proclamación. Esto es cierto incluso en las sociedades más paganas donde no existe todavía una iglesia organizada.
Porque incluso allí, tan pronto como el testimonio cristiano entra en la sociedad, la iglesia se hace presente (Mt.18:20), y los que escuchan son llamados a formar parte de la nueva comunidad. Aunque uno puede señalar, por supuesto, algunas excepciones, éste parece ser el patrón bíblico normal.
Ni Jesús, ni Pedro ni Pablo evangelizaron solos normalmente. Casi inmediatamente después de su bautismo, Jesús tenía discípulos que lo rodeaban: una comunidad cristiana incipiente (Jn 1:29 42). Jesús envió a sus discípulos de dos en dos, no de uno en uno. Pedro se hizo acompañar cuando fue a Samaria y a la casa de Cornelio en Cesarea (Hch.8:14; 10:23). Pablo casi siempre estaba acompañado por uno o más compañeros; Hechos 13:13 habla de “Pablo y compañía” o “Pablo y sus compañeros”.
Aunque hay excepciones a este patrón (Felipe en Hch. 8:4 8 y 8:26 40; Pablo en Atenas), parecen ser precisamente eso, excepciones, no la regla. Normalmente , a donde fueron los misioneros, allí fue la Iglesia (en el sentido de cuanto menos un compañero), de modo que el llamamiento evangelístico era en parte un llamado a un compañerismo comunal ya existente y demostrado, a una nueva forma de vivir juntos. Esto da nuevo significado a la afirmación de Jesús de que estaría presente en medio de dos o tres creyentes reunidos (Mt. 18:20), lo mismo que a la evangelización en las casas.
Muchas iglesias no comparten el evangelio efectivamente porque su experiencia comunal del evangelio es demasiado débil e insípida para que valga la pena compartirla. No entusiasma al creyente hasta el punto de que quiera testificar, y (como lo sospecha el creyente con desagrado) no es de ninguna manera atractiva para el incrédulo. Pero donde el compañerismo cristiano muestra lo que el evangelio es, los creyentes se animan y los pecadores sienten curiosidad y quieren saber cuál es el secreto. En esta forma la verdadera comunidad cristiana (koinonía) se transforma tanto en la base como en la meta de la evangelización.
Una de las funciones importantes de la vida cristiana en comunidad es el mantenimiento de la disciplina y de los niveles aceptados por el grupo. Aquí comunidad y doctrina se juntan y la “ortodoxia de credo” se une a la “ortodoxia de comunidad”, para utilizar las palabras de Francis Schaeffer. La comunidad es la única escuela de discipulado efectivo. Por todas estas razones, la edificación de una verdadera koinonía es un eslabón indispensable en el ciclo de vida del crecimiento de la Iglesia.
4. Ejercicio de los dones espirituales. La importancia de los dones espirituales en relación a la comunidad no puede ser sobre-enfatizada. Aquí enfatizo que el despertar y ejercicio de los dones es una parte esencial del proceso de crecimiento de la Iglesia. Una iglesia verdaderamente cristiana es una iglesia creciente. El crecimiento produce diversidad y la diversidad da lugar a más crecimiento. Ése es el secreto de la Iglesia, el cuerpo que posee los dones.
No debemos pensar, por lo tanto, ¡que sólo el don de evangelización es evangelístico! Todos los dones espirituales contribuyen a la evangelización en una forma o en otra. En primer lugar, varios de los líderes designados por Dios (aquéllos que tienen el don de ser apóstoles, profetas y evangelistas especialmente) llevan a cabo un trabajo evangelístico significativo en el mundo.
Esta evangelización sirve para ganar conversos, para fortalecer y entrenar a la Iglesia para la evangelización y el testimonio cotidiano y para interpretar al mundo la fuente de la vida de la Iglesia. Segundo, los creyentes individuales tienen un testimonio evangelístico en el mundo en la medida en que son equipados para tenerlo por los ministros encargados de la capacitación. Aunque no todas las personas tendrán el don de evangelistas, el ejercicio fiel de cada don será un verdadero testimonio del amor de Cristo. Tercero, aquéllos que ejercitan los dones más “internos” de sanidad, estímulo, enseñanza y así sucesivamente, proveen el apoyo espiritual continuo (y a veces incluso el apoyo económico) para aquéllos que llevan a cabo la evangelización en el mundo.
Cuarto, aquellos que ejercitan sus dones para sostener la vida interna de la comunidad, contribuyen a la evangelización por medio del entrenamiento e integración de los nuevos conversos a la Iglesia, una función esencial y muy a menudo descuidada. Finalmente, este funcionamiento total armonioso de la comunidad cristiana es una demostración de la verdad del evangelio y por lo tanto un testimonio en y para el mundo.
(Extractos del capítulo 7 del libro “La Comunidad del Rey”, de Howard A. Snyder, 1983, Edit. Caribe, U.S.A.)
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