martes, 11 de octubre de 2011

¡En la Misión de Dios las conjunciones también cuentan, y mucho!

¡En la Misión de Dios las conjunciones también cuentan, y mucho!


¿Cuáles son las marcas no negociables de la misión de la iglesia? ¿Cuáles son los imperativos insoslayables de este proyecto?

En el año 325 de nuestra era el Concilio de Nicea, al enfrentarse a cismas y herejías tuvo que plantearse la gran interrogante ¿cuál es la naturaleza de la iglesia?, ¿qué misión se deriva de esta naturaleza ubicada en el misterio de la gracia divina? El Credo de Nicea o “de los Apóstoles” dice: “La iglesia es una, santa, universal y apostólica”. De aquí se deduce que la misión indeclinable de la iglesia ha de ser consecuente con su naturaleza. Su naturaleza determina su misión. La naturaleza es causa y la misión efecto.

Después Jesús subió al monte, llamó a los que El quiso, y ellos vinieron a Él. Designó a doce, para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar,  y para que tuvieran autoridad de expulsar demonios.                                                                                                             Marcos 3:13-15

Un momento cargado de eternidad. El Señor va a escoger a los suyos, a su equipo de colaboradores, su tropa de choque. Para hacer esto “subió al monte”. Jesús no implementó una sesión de negocios ni una reunión plenaria anual.

En la Biblia el monte es escenario de revelación de Dios, teatro donde se exhibe su poder. Sea el Monte Moriah o Hermón, en Tabor o en El Carmelo, en el Gólgota o en el Sinaí. En este caso estamos sobre un monte, y allí está Dios.

En este escenario suceden dos cosas: una señala a la imponente y soberana libertad de Jesucristo, mientras que la otra indica su inescapable poder de atracción. Hoy, Él sigue ejerciendo su soberana libertad, y la gente se sigue sintiendo atraída a Él.

La misión tiene su génesis en Dios, en este pasaje Jesucristo es el Alfa indiscutible de la misión. Son sus deseos redentores los coeficientes de su ecuación misionera. La misión de la iglesia se mueve en este carril rectilíneo: un Cristo libre y soberano llamando a hombres y mujeres que gozosamente son seducidos por el poder magnético de Él y se comprometen con Él.

Divorciar una realidad de la otra es mutilar y deformar la misión de su iglesia. Él nos llama. Nosotros vamos a Él. Pero, ¿para qué?

¿Para qué los llamó entonces?, ¿para qué nos llama hoy? La conjunción hína, en español “para”, denota propósito, finalidad. Podría traducirse “con el fin de”, “con el propósito o finalidad de”.

Para estar con Él. Lo primero que espera Jesús de sus discípulos ayer, hoy y siempre, es sencillamente que estén con Él. Esta dimensión devocional y mística no es negociable. Ningún dogma, ni estructura eclesiástica, ni liturgia elaborada o extática pueden sustituir el lugar central de Jesucristo. Es necesario estar con Él para conocerlo, amarlo, y después servirle.

Jesús estuvo íntimamente involucrado en el entrenamiento de los Doce. Pasó tiempo con ellos, y ellos con Él. Es esta comunión con Jesús la que da a la existencia del creyente anchura, longitud y profundidad. Esta vida devocional genuina abre surco, penetra la tierra del alma y siembra semilla promisoria de fruto abundante. Rescata la existencia de su superficialidad letal.

Frente al activismo humanista urge poner la casa de la fe en orden, y el primer paso es éste: estar con Cristo. Practicar el Coram Deo, “estar en la presencia de Dios”, como el Hermano Lorenzo, quien practicaba la presencia de Dios en sus actividades cotidianas.

Primero la devoción, y luego la misión. Estar con Él va antes, y es necesario; ser enviado por Él a comunicar el evangelio va después. Pero que nadie se sienta engañado. El mismo Jesucristo que invita a estar con Él tiene otra agenda en mente. Es estar con Él para…


En primer lugar, para participar en la Missio Dei y para concluir la tarea que Israel dejó inconclusa. Las Doce Tribus de Israel dejaron su tarea sin terminar. Se dividieron en dos reinos, fueron llevadas al cautiverio, unas nunca volvieron. En vez de ser testimonio del Dios vivo, muchas veces sirvieron de oprobio. La misión no es improvisación aventurera de un rabino sin sinagoga. Es continuación de una obra total cuyo origen está en la mente y el corazón de Dios y cuya consumación descansa en el apostolado del Hijo de Dios.

“Enviarlos a predicar”. El verbo es “apostello”, de donde se deriva el sustantivo apóstol, y significa “enviar”. En esta segunda fuerza se ubica la naturaleza apostólica de la iglesia de Jesucristo. Estar con Él no es un fin, es un medio. El fin es que habiendo estado con Él y habiéndolo conocido y habiéndolo amado, salgamos a proclamar, comunicar, transmitir al mundo la belleza de la persona, obra y enseñanza de Jesucristo.

Dicho de otra forma, no hay apostolado sin devoción. Pero la devoción que sólo es eso y no trasciende lo íntimo para hacerse pública, es devoción precaria. No pasa de ser una adoración en lo abstracto. No pasa de ser una adoración auto-absorta, ensimismada, hecha en un vacío histórico y social.

El mismo Jesús que antes nos dijo “vengan a mí”, ahora levanta el dedo índice, señala al mundo y nos dice “vayan”. Somos discípulos para ser apóstoles. Nos llama para enviarnos. Nos reúne para dispersarnos. Nos bendice para que bendigamos. Nos hace el bien para que hagamos buenas obras. Nos transforma para que seamos agentes de transformación.

Recibir ese tesoro y cerrarlo en el cofre de un templo para beneficio exclusivo de los que ya han creído, para más enriquecimiento de los que ya son ricos (porque por la pobreza que Jesús asumió, nos hizo ricos), es pecado contra el Espíritu Santo. Si el estar con Cristo no nos mueve a “predicar a Cristo y a éste crucificado”, entonces estamos ¡crucificando de nuevo a Cristo! Pasamos tiempo con Jesucristo para luego separarnos de Él y cumplir la misión de Dios siendo heraldos de su mensaje. Nos congregamos para adorar y luego nos disgregamos para misionar.

Hay tres piezas en este rompecabezas: estar con Él, ser enviados a proclamar el evangelio, y echar fuera los demonios que encarcelan y deshumanizan a las criaturas de Dios. Esta es la dimensión encarnacional del evangelio y de la misión de la iglesia.

Pero no limitemos esta última tarea al exorcismo espiritual individual. No. Si bien Jesús lo hizo y nos dio autoridad para hacerlo, pensemos en los muchos demonios sociales que hay que erradicar en el mundo.

Tenemos muchos demonios que expulsar aquí en México: el narcotráfico y el uso y consumo de drogas que destruye a nuestra juventud, el racismo que fragmenta la sociedad que Dios diseñó para mantenerse unida como familia, la prostitución y la pornografía que minan las vidas de niños y jóvenes mientras que enriquecen a gente sin conciencia ni moral, la corrupción de la clase política y de los burócratas que se sirven del pueblo en vez de servirlo, el demonio de las denominaciones cristianas que han dado origen a una religiosidad espantosa que va desde el show de las estrellas evangélicas contemporáneas hasta la politiquería de las iglesias institucionalizadas que han perdido de vista la misión y se han vuelto un fin en sí mismas.

La lista es tan numerosa como el firmamento de estrellas que Abraham no pudo contar. Pero la realidad está allí, y como iglesia estamos llamados a enfrentar a estos demonios que pueblan nuestro país y el mundo entero con la fuerza indestructible del amor, la gracia, el evangelio del Reino de Dios.

La palabra clave en esta porción de las Escrituras es una letra pequeña que los gramáticos llaman conjunción copulativa. Me refiero a la partícula “y”.  En griego eskai”. La ilación es obvia: claramente el texto dice que estos tres componentes forman una triada inseparable, un triángulo irrompible. Que no es cuestión de opciones: tomar dos y rechazar una, o tomar una y rechazar dos. Es una cuestión de todo o nada.

Ha habido momentos en la historia de la iglesia que ésta ha optado por limitarse a “estar con Cristo”. No pensar en la proclamación profética del evangelio del Reino de Dios ni enlodarse las manos con exorcismos sociales ha sido un camino recorrido por la cristiandad. A esto llamo yo “el síndrome de Pedro”, quien en el Monte de la Transfiguración quería construir enramadas para quedarse allí con el Señor Jesús y sus acompañantes. Pero Jesús no aceptó ese plan ingenioso y lo hizo descender del monte al valle, donde estaba la necesidad.

Esta es una opción pietista que se ubica en los márgenes de la historia. Son cristianos de frente al altar y de espaldas a la calle. Cuando esto ha sucedido, la iglesia misma se ha marginado del quehacer humano; como los discípulos ante la ascensión “que se mantenían con los ojos fijos en el cielo”. Una iglesia así se enquista y se enclaustra estérilmente. Pietismo sin apostolado es fórmula letal: mata y aniquila.

Ha habido momentos en la historia de la iglesia que ésta ha optado por limitarse a “proclamar el evangelio”, y no ha pasado tiempo con el Señor.

Si no se está con Cristo previamente, no hay profecía, no hay proclamación, porque no se puede dar lo que no se tiene. Tratar de presentar y explicar a un Cristo que no se conoce, jamás produce fruto. Es como el Israel de los tiempos de Pablo: “Porque yo testifico a su favor de que tienen celo de Dios, pero no conforme a un pleno conocimiento” (Ro. 10:2). Eran celosos de su religión, pero no conocían plenamente a Dios.
Tomar el camino número dos y transitar el tercero sin pasar por el primero, revela una iglesia que tiene pies de barro y alas de plomo.

Ha habido momentos en la historia de la iglesia que ésta ha optado por limitarse a “expulsar demonios de individuos”. El enemigo ha conseguido engatusar a muchos creyentes, haciéndoles “gastar su pólvora en zanates”. Si bien vamos a tener oportunidad de echar fuera demonios, y hay gente que necesita ser liberada, hay otra área mucho mayor de influencia demoníaca: la sociedad.

En aras de demostrar el poder de Dios, muchos han llegado a extremos inimaginables en la expulsión de demonios, curación de enfermedades y demostración de hechos sobrenaturales, lo cual conlleva en muchos casos al culto a la personalidad. ¡Qué lejos está todo eso del modelo misional y simple de nuestro Señor Jesucristo!

Ha habido momentos en la historia de la iglesia que ésta ha optado por limitarse a “expulsar demonios sociales” sin pasar tiempo con el Señor ni proclamar el evangelio de la gracia de Dios. Esto, sin duda ha sido originado por una concepción humanista que ha llevado al activismo superficial que a su vez la ha lanzado a programas de acción social, de proyectos políticos, y a unirse con ideologías contrarias al reino de Dios. El resultado salta a la vista: iglesias decadentes, estadísticas alarmantes, depresión congregacional, fuga de congregantes, muerte espiritual.

La conjunción une algo que Dios quiere que se mantenga así: la devoción privada, la proclamación profética y la acción depuradora y liberadora en la sociedad. Recordemos que Jesús dijo: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. No divorciemos con argucias hermenéuticas o exegéticas lo que Dios unió.

La iglesia funciona basada en estos imperativos de los cuales no debe ni puede escapar. Ni el misticismo estéril, ni la numerolatría (culto a los números = asistencia, profesiones de fe, ejemplares vendidos, etc.), ni el culto a la personalidad y el activismo humanista brindan la solución.

La conclusión no puede ser más significativa. Insertando los nombres de los hombres que vinieron hacia Él (Pedro, Jacobo, Andrés, Felipe, Bartolomé y otros) el evangelista nos confronta con una dimensión del imperativo que no podemos ignorar. Y es ésta: La misión de la iglesia comienza con el llamado de Jesús y continúa con la decisión de individuos de responder a dicho llamamiento.

No se da en el vacío, no es abstracción dogmática, no es planificación estratégica estéril: es propuesta y respuesta, es encarnación, es mandato y obediencia. Es dejarnos arropar por el magnífico poder de un Cristo que nos llama aquí y  ahora para dársenos a conocer (pasar tiempo con Él), para enviarnos a predicar (ser misionales) y para darnos el poder (empoderarnos) para echar fuera demonios (individuales y sociales).



Basado mayormente en el capítulo 5 de Tentación y Misión de Cecilio Arrastía (CBP, 1993), con algunas aportaciones mías.  Floriano Ramos Esponda